sábado, 30 de octubre de 2010

El milagro de los rosales

        Rosales que florecen.

        En febrero del año 1939 Walter comienza a sentir los síntomas de su enfermedad. En ningún momento perdió la calma ni la fe.  Cuando le era posible escribía todo lo que iba viviendo.  Fue muy consciente de que estaba al final de sus días.  Dice a su madre: "No somos de este mundo; somos de Dios y  vamos a Dios".
                Su último año no lo pasó en el barrio de  la Aguada sino en Sayago. Un amigo de su padre le prestó una casa ubicada en la calle Garzón en el mismo predio vivió la poetisa Delmira Agustini. Hoy en día solo se puede apreciar la parte inferior de la fuente que daba al jardín de dicha casa y apenas unos rastros de los cimientos  entre los pastos.
                Allí  en aquella casa cuando su estado de salud se lo permitía Walter  se sentaba debajo de un árbol de magnolio a meditar, rezar y también a jugar a la ajedrez que tanto le gustaba. En una oportunidad viendo los rosales que rodeaban la fuente le dijo a su madre que al morir quería ser cubierto con rosas.
                Y ese día no se hizo esperar. Comenzó a agravarse y sus fuerzas físicas fueron decayendo. Ya en la camilla, cuando lo llevaban a la mesa de operaciones, dijo a su padre: "No llores papito. Ya ves, yo que me voy estoy tranquilo".
El sacerdote que siempre lo atendió, el P Nicoli nos cuenta esos últimos momentos.
"Reclamaba la eucaristía, la que no se le podía proporcionar debido a sus frecuentes vómitos, y se tranquilizó cuando le sugerí que Jesús quería asociarlo a su pena en el abandono de la Cruz, recordándole aquellas palabras: "¿Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?"; tomó entonces su crucifijo y se quedó en contemplación profunda. Su fin se acercaba... le ofrecí administrarle la Extrema Unción. Se incorporó en el lecho, su rostro se iluminó por la alegría que experimentaba; llamó a su padre junto a la cama y le manifestó lo que le acababa de prometer. Tomó su misalito, que ya tenía señalado en las páginas de este sacramento, siguió las oraciones. Rezo en latín el "Confiteor" y se prestaba, como demostración viva y generosidad a la unción de cada uno de los órganos de sus sentidos; con emoción siguió hasta el final esta ceremonia de suyo impresionante.
                Concluida la administración del sacramento se recoge unos instantes, junta sus manos para besar sus propias palmas, y pareciéndole que aún había óleo en ellas, lleno de santo respeto me pidió que se las secara..."
                Luego dijo a sus padres: "Muero puro y casto, sin haber profanado jamás  mi cuerpo con ningún acto impuro" y tomando el crucifijo los  bendijo.  Instantes después apretando el crucifijo junto a su pecho musitó:  "muero tranquilo" fueron sus últimas palabras y su cabeza calló sobre la almohada...
                Era el 18 de noviembre de 1939. Siete de la tarde.  La noticia de su fallecimiento corrió rápidamente y a su velatorio llegaron importantes autoridades de la iglesia uruguaya. Mons. Antonio Barbieri  que era obispo auxiliar de Montevideo mandó a buscar a un fotógrafo para documentar el milagro de las rosas.
                La madre de Walter se acordó del pedido de las rosas y fue de inmediato a buscarlas al jardín pero los rosales no las tenían. Al instante ocurrió lo inesperado. Por tres veces consecutivas en el mismo día florecieron todos los rosales  hasta poder cubrir el  cuerpo de Walter. También el magnolio que hasta entonces no había dado flores le tributó su homenaje.

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